lunes, 8 de julio de 2013

Él Divino Iracundo.

Una novela de Consuelo Triviño, reeditada en España, celebra su vida y obra.

Vargas Vila, señor de rayos y leones,
callado y solitario recorre las ciudades,
y ninguno alimenta rebaño de ilusiones,
como este luminoso pastor de tempestades.
Rubén Darío


Que yo sepa, solo una losa de piedra, sobre una de las paredes de la fachada de una casa sita en la carrera 2a. número 12-14 de La Candelaria, lo recuerda: “Aquí nació, el 23 de junio de 1860, José María Vargas Vila, autor de Aura o las violetas”.
Sus restos, si es que existen, viven en la indiferencia de una cárcava del Cementerio Central, que habrán ido a parar quién sabe dónde, entre los huesos desplazados por las políticas urbanísticas recientes, que vaciaron 18 mil sepulturas para levantar un parque que emperifolla una estatua, hueca, renacentista y ecuestre, de Fernando Botero. Fue, a pesar del desprecio y el olvido, el escritor colombiano más leído y vendido del siglo pasado, y su gloria no desmerece de la de Gabriel García Márquez, con quien más de una vez se ha contrastado. Al menos, fue tan rico y famoso como el Nobel de 1982.
Murió en Barcelona en 1933, dejando a la posteridad cerca de cien libros, entre novelas, crónicas de viajes, historia, panfletos o ensayos, y a su hijo adoptivo, sus mansiones decimonónicas de París, Málaga, Sorrento, Madrid o Barcelona, donde con el más preciso y obstinado aislamiento, cumpliendo horarios de oficinista y vistiendo con exotismo se dedicó a combatir los gobiernos de Núñez, Holguines, Caro, Sanclemente, Marroquín, Reyes, Concha, Suárez, Ospina y Abadía Méndez de la ‘república conservadora’ de Colombia, y a déspotas sudamericanos como Estrada Cabrera, de Guatemala; Porfirio Díaz, de México, o Cipriano Castro, en Venezuela, con una obra que se sigue vendiendo, en el más absoluto pero galopante silencio e incluye joyas de la prosa modernista como Ibis, Ante los bárbaros, Los césares de la decadencia, Los divinos y los humanos o Rubén Darío.
“La influencia de un escritor sobre su época marca, no los grados de su talento, sino los de su virtud”, dijo. Y continúa: “El talento en un alma sin carácter es como la hermosura en una mujer sin virtud; un elemento más de prostitución”.
Claudio de Alas (1886-1918), el vate colombiano admirado por Borges que se quitó la vida en Buenos Aires cuando tenía 32 años y lo conociera en Nueva York, en 1904, ha dejado quizás el mejor retrato del Divino iracundo:
“Vestido de negro azabache, era tan taciturno como la misma sombra. Sus largas e inquietantes manos rebosantes de anillos de oro, lapislázuli y amatistas parecían talladas en mármol para cincelar largas frases dignas de Hugo y D’Annunzio. Un camafeo con una serpiente egipcia, obsequio del alejandrino Kavafis y el griego Kappatos, hace las veces de un alfiler de Wilde sobre su corbata de seda peinada. Un bastón de ébano con una cabeza de dragón chino, engastada en azules de Ling y platinos de Mei, sirven de apoyo a su mano izquierda. Pálido y moreno, un dedo sellaba sus labios indicando silencio, con los hirsutos cabellos más negros que grises delatando una gran testa, amplios los temporales y vivas las pupilas de halcón, dominadoras, semejantes al misterio que producen las olas de la mar en noches de alta lujuria”.
Nacido en aquella pequeña casa, en una de las riberas del río San Agustín, entre las viejas calles La Gallera y Las Águilas tres años antes de la promulgación de la Constitución de Rionegro, cuando la capital era apenas un pueblo frío, feo y fétido regido por los treinta campanarios de sus iglesias coloniales, con las calles infestadas de campesinos pobres y viejas mujeres viudas de las guerras civiles, seguidas de borricos y perros famélicos, los años de juventud de Vargas Vila fueron los del Olimpo Radical, cuando como periodista y agitador defendió los estados federados de Mosquera, Murillo Toro y Parra, irreductibles partidarios de la libertad de expresión, enseñanza, asociación y culto, cuyo contradictor, Rafael Núñez, tras haber leído en Spencer, rompió con el radicalismo y optó por un centralismo político y fiscal que llevó a la guerra civil de 1876-1878, cuando militó con el general Santos Acosta y luego, como secretario del general Daniel Hernández –quien perdiendo la vida y la guerra en la sangrienta batalla naval de La Humareda permitió a Núñez declarar liquidada la Constitución de 1863 y expedir la de 1886–, hubo que huir a los llanos del oriente y luego a Venezuela, iniciando un exilio que duraría toda la vida.
Admirado y leído en cantinas de barrio, barberías, costureros, fábricas, universidades, tabernas portuarias, sastrerías y carnicerías, sus numerosos enemigos, intelectuales al servicio de tiranos y autoritarios, lo llamaron bastardo, blasfemo, desnaturalizado, disolvente, pernicioso, mientras propagaban la especie de que vivía como un rey, era hermafrodita y homosexual, misógino, anarquista, terrorista e impotente.
Lo cierto es que fue un formidable defensor de la libertad con la palabra escrita. Nadie como él, quizás con la excepción del granadino Isaac Muñoz [1881-1925], cuyos exotismo, perversidad y lujuria de estilo le son equiparables, hizo que las ideas y las maneras de ver el mundo de artistas y pensadores laicos ascendieran hasta las voluntades de millares de intelectuales campesinos, jornaleros, analfabetos, desposeídos y desocupados que aspiraban a ser tan libres como Jorge Amado, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante, José Vasconcelos, Francisco Umbral, Ramón Gómez de la Serna, Gabriel García Márquez, José Donoso, Jorge Zalamea o Ramón del Valle Inclán, ese puñado de sus admiradores, que reconocieron que sin él y sin su prosa no habrían existido.
Una prosa lírica cuya eficacia no hay que buscar entre las sábanas, sino en su fluir subversivo contra lo establecido, los discursos oficiales hegemónicos cuyos designios nacionales se sustentan en nociones como la familia burguesa, las tutelas morales de las iglesias y la centralización de los poderes que explotan, excluyen y reprimen el cuerpo social y el individuo. Por eso Vargas Vila violenta la ortografía, la sintaxis y la prosodia del español de Caro y Cuervo, abundando en adjetivos, modificando el uso de mayúsculas, minúsculas, la puntuación, salpimentando con hipérboles, galicismos, neologismos y metáforas sinestésicas sus extensas ráfagas de fuego y hielo, citando al por mayor del latín y el griego, cuando no del italiano, francés e inglés, lenguas que quizás no bien conocía.
Que 153 años después de haber nacido se publique una novela que indaga en los apuros de su alma en lucha contra los día a día de su tiempo demuestra su vigencia. La semilla de la ira, de Consuelo Triviño, con un preciosismo que perpetúa la prosa en primera persona de José Fernández, el álter ego de José Asunción Silva en De sobremesa, repasa los tormentos de la conciencia del asceta profano en varias de sus residencias en la tierra, ofreciéndonos un retrato de su alma que no había imaginado la crítica hasta hoy. La de un esteta consumado que hace de la búsqueda de la libertad un instrumento para alcanzar eternidad con el arte de las palabras, la más grande y destructora arma que ha inventado el hombre.
Una auténtica novela de época, deliciosa en su ritmo lento y circular; una obra de arte tejida con esmero a partir de las investigaciones que la novelista ha realizado durante los más de veinte años que lleva viviendo en España, luego de que en Colombia le fueran negadas la sal y el agua en varias de las universidades donde quiso prestar su concurso. La prosa de Triviño es magistral e incisiva:
“He llegado a comprender –dice Vargas Vila en La semilla de la ira– que a estas repúblicas las matan no las doctrinas conservadoras sino los intereses, la ambición y la codicia que se ocultan tras la fachada de la tradición y las buenas costumbres. La enfermedad que corrompe el cuerpo social no es la miseria, sino el miedo. Cuando nadie se atreve a decir la verdad y todos huyen al chocar contra ella, la sociedad se lanza por un precipicio. En Colombia solo tienen cabida el bufón y el canto adulador de los juglares al servicio de los tiranos de turno. Si por azar del destino lleva hacia aquellas geografías a un hombre capaz de desvelar tanta ignominia, todos le vuelven la espalda; los periodistas, pagados por los poderosos, impiden que su verbo candente llegue hasta la multitud. Sin embargo no hay nadie que no declare vivir esperando una revolución...”.
En una época como esta, sometida al tira y afloja del pensamiento único que notifica una globalización arbitraria cuyos señores son las grandes empresas de un capitalismo sin rostro ni propósitos, doblegada por la corrupción, el lucro, el trapicheo y la discriminación; donde nada ni nadie parece ya importar, solo el dinero y su plaza de mercado, el panfleto parece el instrumento más idóneo para despertar al hombre del letargo. Cada día, quienes orientan el mundo están más coléricos, más mordaces, más emponzoñados contra los establecimientos y las ambiciones de los poderosos. Cada día el arte y las literaturas, la música y el cine eligen la postura de un alma como la de Vargas Vila en la novela de la señorita Triviño: un gran silencio para gritar más fuerte contra los enemigos de la libertad.
HAROLD ALVARADO TENORIO
Especial para EL TIEMPO

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